EL PAIS ESMERALDA
Texto publicado en el número especial de la revista SEMANA sobre propuestas para escoger un símbolo de Colombia
Las esmeraldas no hacen fotosíntesis, como las plantas, pero deberían. No la hacen porque su verde no se deriva de la clorofila, sino de que al interior del berilo, el material incoloro de que están hechas esas piedras, se produce un juego mágico de refracciones, que determina que una minúscula “impureza” de cromo se proyecte desde su interior en todas las caras de la gema, y les otorgue esa textura de aceite congelado y ese característico color.
Estos cuarzos no son esmeraldas, pero como si fueran. ¿Quién se atreve a decir que los minerales no son -a su manera- seres vivos?
Foto: G.W-Ch (Museo Smithsoniano de Historia Natural de Washington)
Precisamente, el arte de la lapidación consiste en saberse aliar con el cristal y con la luz, para aprovechar al máximo los dones de la refracción. Como lo hacen también, para reafirmar su iridiscencia, con diversas combinaciones de la leyes de la óptica y de la volatilidad, los colibríes y las mariposas de Muzo, coterráneas de las esmeraldas colombianas. Esa es otra fotosíntesis: otra manera de fabricar vida a partir de la luz. A lo mejor colibríes, esmeraldas y mariposas son tres estados de una materia única, como el agua líquida, el hielo y el vapor.
Los geólogos hablan de fluidos magmáticos y de procesos tectónicos en la formación de estos cristales, que me piden candidatizar como símbolo nacional. Cada esmeralda es un chip con la memoria minuciosa de esa mezcla de metabolismos graduales y cataclismos subterráneos.
Méritos no les faltan a las esmeraldas para representar al país. Las utilizaban los muzos y los muiscas en sus pagamentos, cuando los seres humanos que habitaban esta parte del mundo todavía eran concientes de que tenemos con la Tierra deberes de agradecimiento y reciprocidad. O sea, que son un símbolo de lo que fue (y de la manera como todavía piensan algunas culturas aisladas).
Pero también son un símbolo de lo que es, porque a pesar de toda la depredación, Colombia insiste en ser un país verde, con toda la biodiversidad de posibilidades y de gamas que abarcamos bajo ese color. Verdes son nuestras selvas húmedas tropicales y nuestros bosques de niebla. Verdes son los páramos con sus frailejones, que bien podrían ser también un símbolo nacional. Verdes son todavía los valles interandinos, las laderas de nuestros volcanes, las planicies de altura como el valle de Guachucal o la Sabana de Bogotá. Verdes son los penachos de las palmas de cera, el árbol nacional. No será totalmente verde la península de la Guajira, pero colinda con un mar de aguas tan verdes como las que también rodean al archipiélago de San Andrés. ¡Qué puede ser más esmeralda en su textura y en su color, que las aguas del Caribe junto a las costas insulares y continentales colombianas!
Y verde también es la coca, que al igual que las esmeraldas era medio de comunicación entre las comunidades precolombinas y la inteligencia de la Tierra, como lo sigue siendo hoy para la mayoría de las culturas indígenas andinas. La coca perdió su significado como símbolo de identidad y de conexión territorial, cuando de las mismas latitudes desde donde hoy se sataniza esa planta sagrada, vinieron a enseñar que de ella se puede extraer un polvo blanco, altísimamente cotizado en los mercados internacionales que operan en la ilegalidad.
A pesar de que Colombia podría describirse como un País Esmeralda, el verde está ausente del todo en los actuales símbolos nacionales: no hay verde en el escudo, no hay verde en la bandera, no existe mención al verde en el himno nacional.
Yo personalmente canto con fervor surrealista nuestro himno nacional, a sabiendas de que su letra no resiste un mínimo análisis ni a la luz de la experiencia cotidiana (¿cuándo “cesó la horrible noche”?) ni de la razón elemental. Aunque a lo mejor desde ese punto de vista, las estrofas de don Rafael Núñez sí reflejan fielmente la realidad del país: son un himno a la guerra, al desgarramiento, a la agonía (pensándolo bien, sí hay una mención indirecta al verde en aquello de que “La Virgen sus cabellos arranca en agonía / y de su amor viuda los cuelga de un ciprés”...), a la destrucción, al espanto, al dolor. Los versos que le dedica el himno a don Antonio Ricaurte son una clara apología del terrorismo suicida y los que le dedica al Orinoco son una apología de la contaminación.
Pero nada sobre el verde, ni sobre el afán de vida que representa ese color, y que se expresa entre nosotros en el reino de los protistos y en el reino mineral y en el vegetal y el animal, donde la abundancia de especies verdes –entre los microorganismos, los insectos, los reptiles, los anfibios y las aves- también es símbolo de nuestra biodiversidad.
Cierto es que el verde resulta de la suma del amarillo y el azul, pero no sobraría incorporarlo de manera explícita en el escudo nacional: una esmeralda más un colibrí más una palma de cera más un frailejón.
E imaginémonos la bandera con una hoja de coca, con una esmeralda y con un colibrí, tres estados distintos de una misma materia, que en últimas es nuestra identidad humana y colombiana, degradada cuando los regalos de la Tierra pierden su función cósmica, su carácter sagrado.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home